PARTICIPACIÓN POLÍTICA

Estimado lector este será el último artículo que compartiré con usted al menos en lo que queda del 2023, por asuntos profesionales estaré por un tiempo fiera de este medio, pero no sin antes dejar este tema que considero fundamental para comprender el sistema que estaremos alimentando el próximo 25 de junio.

Como régimen político, la democracia, en términos generales, se identifica con un tipo de influencia directa de los ciudadanos en la elección de los gobiernos y, por esta vía, en la determinación de las políticas que les afectan. Ahora bien, la forma del gobierno representativo que hoy se asimila al concepto de democracia nació enfrentada con la concepción clásica de ésta, es decir, del ciudadano activo participando directamente en los asuntos públicos de gobierno, se transitó a la figura del representante político que sustituiría a aquél, tanto en la integración de los órganos de gobierno como al momento de optar en torno a los asuntos de interés general.

La democracia como tal ha pasado por distintos momentos históricos en los que se puede resaltar, dos modelos básicos de democracia: la directa o participativa (donde la intervención ciudadana en las cuestiones públicas ha constituido en sí misma un valor fundamental) y la liberal o representativa (que implica la presencia de un grupo de ciudadanos asumiendo el papel de representantes políticos, electos de manera periódica en el marco de una ley preestablecida, actuando alrededor de los intereses y las opiniones de los representados y sometiéndose a la evaluación de éstos mediante el mecanismo electoral).

No obstante, el meollo de la representación reside en el resultado verificable del quehacer del representante, es decir, lo fundamental aquí es el contenido de la acción; en ese sentido, la importancia de la representación sustantiva no debiera residir en el hecho de que una persona sea electa periódicamente, sino en la evaluación de cómo actúa ésta para promover y gestionar los intereses de quienes representa. Inicialmente, cabe aludir al criterio racional del elector a partir del cual decide la elección del representante, donde entra en juego la consideración de aptitud para el desempeño del quehacer político; de este criterio derivará la idea de la capacidad del representante para cumplir las expectativas del elector. Asimismo, deben desempeñar un papel fundamental los intereses de los representados, siendo un referente central para la actuación del representante, lo que implica que éste no debe entrar en conflicto con la voluntad expresa de sus electores y, en caso contrario, debiera emitir una explicación pública de sus decisiones.

Por otra parte, está de por medio la titularidad de la representación –que, normativamente, ni se transfiere ni se renuncia mientras se está en funciones– y la acción deliberada del representante que debiera ser ajena a cuestiones fortuitas o caprichosas. Finalmente, en este ámbito, entra en juego la rendición de cuentas del quehacer político al margen de la evaluación mediante el voto, lo que, si bien refiere una iniciativa que en alguna medida se ha venido atendiendo, en la mayoría de las democracias occidentales carece de la debida institucionalización.

Con estas características, el modelo liberal de democracia ha logrado constituirse en el referente del gobierno con la participación del pueblo en calidad de elector, debido a que en alguna medida le subyace la realización de valores y objetivos como la igualdad, la libertad, el autodesarrollo moral, el bien común, los intereses privados, la utilidad social, la satisfacción de demandas y la adopción de decisiones eficaces. Debemos hacer una razonable elección de nuestros representantes, cumplamos el artículo 136 de la constitución política de la República de Guatemala.

*Este artículo se basa en escritos de Ernesto Casas.