Hacia mediados de la década de los ochenta se puede afirmar que la guerrilla en Guatemala acabó como movimiento armado, sus opciones para hacerse del poder como había sucedido en Cuba, Nicaragua o como realmente estaba disputándose en El Salvador era ya un sueño fallido, un reguero de fallecidos y tremendas perdidas económicas para el país fue su única y necrófila herencia.

Pero a diferencia de sus homólogos en todo el mundo, que se convirtieron desde la clandestinidad en verdaderos oponentes al poder, en Guatemala la guerrilla prontamente mutó en un movimiento de cientos de oenegés que proliferaron gracias a la situación que ellos mismos habían ayudado a crear.

La izquierda guatemalteca en menos de 10 años ya daba cátedra de cómo impactar por medio de la lástima y desarrollar grupos de presión y cabildeo (lobbies) en parlamentos internacionales e instituciones multilaterales, el ejemplo más significante de esto fue el otorgamiento del Premio Nobel de la Paz en 1992. De repente, los revolucionarios profesionales se convirtieron en las voces autorizadas de la “gran tragedia de la represión y genocidio”, estos profesionales usaron a la perfección las fotografías de niños indígenas devanándose en la pobreza, y luego de mujeres que luchaban contra el patriarcado “ladinocéntricocapitalista”, en fin, se podían contar ya por miles activistas y militantes para inicios del presente siglo.

Refugiados guatemaltecos en Tzizcao, Chiapas. Noviembre, 1982. 📷 Ulf Aneer

Estos tecnócratas se lograron ubicar muy bien en los gobiernos de Alfonso Portillo y de Álvaro Colom, de ahí que de las raídas playeras pasaron a los trajes hechos a la medida, con carros y chofer exclusivos, descubrieron que el discurso finalmente era redituable y entre finales del siglo pasado y principios del actual estos intelectuales de izquierda se hicieron diestros en dos cosas: pedir dinero y recrear narrativas victimistas, para ellos el mundo, la derecha, los conservadores y hasta la ciencia conspiran para acabar con ellos y su luz perpetua de sabiduría ancestral.

Semilla es la heredera de la casta oenegera de los ochenta y noventa, aquellos que se hicieron ricos y famosos en las reuniones del Parlamento Europeo, en las charlas en universidades e iglesias en el primer mundo. Nada más sintomático de esto es cuando en menos de un mes de haber tomado posesión diputados y ministros comienzan presurosos a promover la agenda inclusiva, a pintar de colores woke por donde pasan y sobre todo han regresado a las extensas y muy ocupadas giras donde imploran ayuda con las rodilleras bien puestas.

La ventaja competitiva de la izquierda sigue siendo la población indígena, esos 48 Cantones y sus homólogos en las alcaldías indígenas (culturalistas) sirven mucho para dar color a la descolorida vida de la izquierda, y vaya si el nuevo embajador imperialista lo sabe bien, que en pocos días ha inundado su Instagram con fotos de los muy llamativos güipiles de Guatemala, un baño de etnicismo cae muy bien antes de firmar los cheques para mantener viva la organización tradicional que ya no vive con el dinero de los asociados sino de la lastima norteamericana y europea.

A ¡Qué semilleros tan predecibles! De repente los periodistas y analistas “conscientes y activistas” dejaron a un lado su muy correcta crítica y como por arte de magia se convierten en aduladores que dan consejos para una buena gobernanza, y hasta elogiando el vestir de la primera dama, y sobre todo apresurando al hijo del presidente de la Revolución para acabar de una vez con la malvada Fiscal, todo esto para que se les pueda dejar gobernar a su sabor y antojo sin que penda una pesada espada de Damocles sobre sus inocentes cabezas.

Las oenegés son la expresión del mercantilismo político, o sea, son pequeñas, medianas y hasta grandes empresas al servicio de políticos ambiciosos que han mostrado que están prestos de hacerse con el poder, no hay diferencia entre estos y otros empresarios amiguetes e incluso algunos grandes narcos, todos buscan ampararse en el Estado para depredarlo y hacerse con la tan ansiada impunidad.